El conflicto en Gaza nos interpela a todos. Si una sola muerte es indeseable, sesenta mil supera cualquier horror.
Puedo entender muchas de las razones de Israel para liquidar a los grupos que atentan contra su propia existencia. Puedo entender el dolor de los familiares (y de todo Israel) por quienes aún están secuestrados en manos de Hamas. Puedo entender que se encontraron con más resistencia que la planeada. Puedo entender que ocurran accidentes indeseados producto de la estrategia de Hamas de usar civiles y sus instalaciones para ocultarse o escabullirse. Puedo entender que resulta extremadamente difícil distribuir alimentos sin que esta acción sea aprovechada políticamente o simplemente boicoteada por aquel grupo terrorista y por bandas de distinto tipo. Puedo entender que desconfíen de los programas humanitarios de la ONU por estar infiltrados.
Sin embargo, la comprensión tiene un límite.
No resulta aceptable que el país más poderoso de toda esa región sea incapaz de poner fin al conflicto, que según expertos no tiene ningún significado militar. Que puedan bombardear instalaciones nucleares situadas a dos mil kilómetros de distancia, pero no logren distribuir los alimentos que se acumulan en las afueras de ese territorio limítrofe.
Es incomprensible que teniendo un aparato de inteligencia y contrainteligencia como el que poseen, famoso a nivel mundial, no sean capaces de saber exactamente qué ocurre en esa estrecha franja de tierra de 365 kilómetros cuadrados, con 41 kilómetros de ancho y 12 de largo. Que no detecten lo que pasa en un territorio equivalente al de la comuna de Catemu, cerca de Llay-Llay.
No resulta posible asimilar las imágenes de cientos de niños famélicos, que recuerdan a los campos de concentración nazis de funesta memoria, donde fue sacrificado el pueblo judío. No pueden permitir que la justa causa de mantener vivo el recuerdo de su holocausto sea aniquilada por la perpetración de una política de hambre cuando tienen los medios para impedirla. Simplemente no es posible que un país exportador de alimentos no pueda o quiera distribuirlos en Gaza, por sus propios medios, en las cantidades necesarias. Resulta difícil pensar que, con todos los medios a su disposición, no ha sido posible sacar del territorio donde ocurren las operaciones violentas y más allá, a aquellos que a todas luces son incapaces de portar un arma y trasladarlos temporalmente a un lugar seguro, aunque sea en suelo israelí, y que esta acción no sea el pretexto de una limpieza étnica.
Es imposible interpretar, bajo una mínima lógica humana, que la causa política haya derivado en la catástrofe humanitaria en la magnitud que lo está siendo, desvirtuando totalmente el fin perseguido, y que los países ricos del entorno y Estados Unidos, en lugar de sacar cálculos políticos, no ayuden con más determinación a separar ambos temas, producir un alto al fuego y dejar entrar la ayuda necesaria.
No puedo sino reflexionar con verdadero espanto que, para algunos miembros del gabinete israelí, la supervivencia del Estado de Israel pasa por la aniquilación de Gaza, por anexarse ese territorio por la fuerza imponiendo su voluntad, por exiliar a su población y por negar su derecho a existir. Me produce asco que se quiera convertir, luego, ese territorio en la “Riviera del Mediterráneo”.
No resulta tolerable que la mera supervivencia política del Primer Ministro sea un elemento paralizante. Hay causas más relevantes que el interés personal, como la subsistencia del Estado o la defensa de los valores sobre los que se construyó.
Los que admiramos a Israel, su determinación por sobrevivir a pesar de las adversidades históricas y geográficas, por su creatividad e innovación, por su diversidad y democracia, no podemos permanecer impasibles frente a un curso político que lo pone en peligro. Hoy día la amenaza a la existencia misma del Estado judío no proviene sólo del exterior, sino de su propia obstinación.
Israel se enorgullece de sus instituciones, de su sistema parlamentario de gobierno; del multipartidismo que reúne a partidos tan diversos como el religioso Agudat Yisrael o el izquierdista Jadash; de su libertad de expresión y de prensa; de su sistema judicial independiente. Aunque sus índices de libertad no son los mejores del mundo, en parte por sus problemas de seguridad y derivados, nadie dudaría en calificar el país como libre, como una sociedad en la que el ser humano puede desarrollarse sin cortapisas.
Los que creemos en los valores de occidente, en la libertad del ser humano; los que asumimos la herencia judeocristiana, greco-romana, de la ilustración, no podemos permanecer callados frente a esta atrocidad. Un pensamiento de la llamada Escuela de Salamanca, que floreció en esa ciudad española en el siglo XVI, lo resume así: “No es el hombre lobo para el hombre, sino hombre”.
Lo que ocurre en Gaza no debe ser politizado por Gustavo Petro, o por Gabriel Boric, o por el Grupo de La Haya, o los países europeos. Debe ser asumido por todos, porque a todos nos corresponde la defensa del ser humano, derecha e izquierda. En medio de una campaña electoral en Chile, no cabe a ningún candidato un silencio al respecto.
Para los que somos cristianos, hay además una frase reciente del Patriarca latino y del Patriarca ortodoxo de Jerusalén, cardenal Pierbattista Pizzaballa y Teófilo III, respectivamente, que resume todo lo que pasa en esta franja de dolor: “Cristo no está ausente de Gaza. Está allí, crucificado entre los heridos, sepultado bajo los escombros y presente en cada acto de misericordia, en una vela en la oscuridad, en cada mano tendida hacia quien sufre”.