Héroes ignorados de la diplomacia chilena

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El pasado fin de semana tuve el privilegio de participar en Santander en uno de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, junto a la Fundación Chile-España. A través del tema “Más Allá de la Diplomacia” recordamos a notables diplomáticos chilenos y españoles que salvaron de la muerte a miles de personas durante la Guerra Civil española o la Segunda Guerra Mundial; que para rescatar vidas interpretaron lo “correcto”. Revisamos también la formación diplomática, y sus ramas científica y cultural como medios para ampliar fronteras.

Los diplomáticos chilenos cuyas epopeyas revisamos, así como las de otros con historias parecidas, fueron olvidados entre nosotros por cálculos políticos. Los historiadores los han recuperado en parte, pero la sociedad sigue al debe. Por eso, creo mi obligación conmemorar algunos casos.

Aurelio Núñez Morgado fue el embajador que, impresionado con la persecución religiosa, social, ideológica y política que se produjo en España al estallar la Guerra Civil, decidió abrir el 19 de julio de 1936 la embajada de Chile en Madrid a los perseguidos, que en la capital de la República eran partidarios de Franco. A Núñez le impresionó el lenguaje exaltado y violento de la España de entonces; las amenazas diarias y públicas; el desorden y los fusilamientos sumarios. Sin pensarlo mucho, ofreció el asilo diplomático a los perseguidos.

Estas eran personas que no pensaban como él, un chileno de centroizquierda, miembro del Partido Radical que había llegado a hacerse cargo de la Misión en Madrid mientras era Senador por Tarapacá y Antofagasta. Lo envió el Presidente Arturo Alessandri al renunciar al Senado, porque pertenecía al conjunto de partidos que sustentaba dicho gobierno.

Las distancias ideológicas no fueron para él un obstáculo al momento de acoger a miles de españoles de otras convicciones y sensibilidades. Joaquín Calvo-Sotelo – hermano de José, aquel que recibió el disparo mortal que precipitó la Guerra Civil- buscó asilo en la embajada y en 1955, ante su tumba en Santiago, le rindió un sentido homenaje que concluía así: “Querido embajador: le vi, por vez primera, uno de los últimos días de enero de 1937, abrirme hidalgamente las puertas de su casa de la calle Prado, puerto seguro de salvación en aquel Madrid terrible. Le vi por última vez, despidiéndonos en su despacho, a cuantos iniciábamos el largo periplo que nos conduciría a este Chile dulce y entrañable, a través de una España martirizada y en llamas…”.

En Madrid una calle lleva su nombre y una placa le recuerda en el número 26 de la calle Prado. En Chile, nada. Es más, hasta donde sé, el libro de su autoría: “Los sucesos de España vistos por un diplomático”, fue editado en España y Argentina, pero no en nuestro país.

Carlos Morla Lynch sucedió a Núñez en la embajada en España, como Encargado de Negocios desde mediados de 1937 y por el resto de la Guerra Civil, salvando más de dos mil vidas. En abril de 1939 los triunfadores no reconocieron su estatus diplomático y moral al haber sido acreditado ante una República ya inexistente. Le dieron la espalda (“no siento ni aflicción, ni desconsuelo, ni tristeza. Pero sí asco”).

Durante dos años y medio organizó un aparato logístico formidable en doce edificios distintos, incluyendo su propia casa. En condiciones de guerra y escasez, alimentó, defendió, transportó a perseguidos, atendió temas sanitarios e higiénicos. Como Encargado de Negocios negoció con las autoridades republicanas las evacuaciones, canjes de prisioneros y libró a varios del pelotón de fusilamiento y la cárcel. Aunque le ofrecieron otros cargos, Morla no renunció a su puesto (“no me quiero ir precipitadamente, lo que parecería una huida y el abandono de los asilados”). Al final, hizo lo posible por abrir las puertas de la embajada a los derrotados, pero estas se le cerraron. La España triunfante no quería saber del derecho de asilo. No obstante, consiguió refugiar a 17 personas. Ese año, Pablo Neruda, Cónsul en Francia, transportó desde ese país a Chile a 2.200 españoles en el Winnipeg, episodio reconocido y documentado.

Con Morla colaboró codo a codo su esposa, Bebé Vicuña, su hijo Carlos, Fausto Soto, Francisco Grebe, Carlos García de la Huerta, Enrique Gajardo y varios agregados militares que sirvieron a la causa humanitaria con riesgo de sus propias vidas y total entrega. La Cancillería chilena colaboró en el rescate de los asilados, hizo gestiones ante la Sociedad de Naciones, coordinó distintas acciones a través de las embajadas en París y Londres y entregó el presupuesto para sostener ese esfuerzo.

Morla pudo escribir sus memorias, pero nunca recibió de Chile un reconocimiento mayor. Ni una sola calle lleva su nombre. Los demás diplomáticos y militares fueron igualmente ignorados.

Samuel del Campo fue otro héroe desconocido. Ha sido recientemente rescatado del olvido de la mano del historiador y diplomático Jorge Schindler del Solar, que en Santander explicó cómo este representante chileno en Rumania, salvó a unos 1.200 polacos (judíos en su mayoría) de su ingreso a los campos de exterminio nazi. Vivían en Bucarest y en el actual departamento ucraniano de Chernivtsi, entonces rumano, donde habían llegado huyendo. Chile se hizo cargo de los intereses polacos en la Rumania de Ion Antonescu, aliado de Hitler y colaborador en la “solución final”.

Del Campo les extendió un documento en tres idiomas, presidido por nuestra bandera, que debían colocar a la entrada de sus casas. Ese papel indicaba que aquel hogar estaba bajo la protección de nuestra embajada. Lo hizo sin instrucciones de Santiago y los salvó de una muerte segura. Por su acción fue amenazado por Antonescu. En septiembre de 1943, Chile rompió relaciones con Rumania y a Del Campo lo designaron cónsul en Suiza. Sin embargo, nunca llegó a asumir porque aquel país le negó el exequatur. Como pudo, llegó a París donde murió en 1960 en la ingratitud. En Chile sólo lo recuerda una placa en la Cancillería, pero sigue oculto para la sociedad.

Los historiadores Erna Ulloa y Cristián Medina han aportado nuevos antecedentes a la epopeya de Luis David Cruz Ocampo, embajador de Chile en la URSS desde 1946. Llegó a Moscú con su hijo Álvaro, que se enamoró y casó con la rusa Lyda Liessina a los pocos meses. Al año siguiente, Stalin decretó que las mujeres soviéticas casadas con extranjeros no podían salir del “paraíso socialista”, afectando a más de 600 extranjeros casados con mujeres rusas. Era un secuestro.

El tema se agravó cuando Chile y la URSS rompieron relaciones en 1948 y Cruz Ocampo debió dejar allí a su hijo y nuera para remover la conciencia nacional. La Moneda llevó el asunto a la ONU. En Nueva York, el embajador Hernán Santa Cruz logró convencer a delegaciones afectadas por la legislación soviética porque violaba la Carta de la ONU, principios básicos del derecho internacional y comprometía la Declaración Universal de derechos humanos en redacción. Nuestra acción logró la resolución 285 de la Asamblea General de 1949 titulada “Violación por la URSS de derechos fundamentales del hombre, de prácticas diplomáticas tradicionales y de principios de la Carta”. No obstante, el matrimonio chileno- ruso no pudo salir de la URSS hasta la muerte de Stalin en 1953. A pesar del precedente que creamos, en Chile se instaló la amnesia.

Quiero recordar estos casos porque se acercan tiempos muy duros en los que campea el chantaje y se soslayan las normas; donde se pondrá a prueba la templanza (que no es cobardía), y los valores morales y éticos de nuestros representantes. Es necesario resaltar estos ejemplos, como tampoco ignorar a diplomáticos chilenos que recientemente lo han dado todo por venezolanos perseguidos.

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