La muerte de Miguel Uribe Turbay ha sido el acontecimiento que, a mi juicio, más ha conmovido a nuestra región en la semana que termina. Una serie de elementos han sido determinantes para esta situación. El primero, el papel y tamaño de Colombia como potencia política, cultural y económica sudamericana; país víctima del crimen organizado y de bandas armadas que controlan parte de su territorio; sede de poderosos carteles de la droga; vecinos de una Venezuela que simboliza la lucha entre civilización y barbarie en América Latina.
Los chilenos somos socios de Colombia en la Alianza del Pacífico, un proyecto político y económico de gran envergadura y hemos invertido fuertemente en su economía confiando en su futuro. Además, nos invitaron a tener un papel como acompañantes y garantes del proceso de paz, hoy sometido a una prueba existencial. En paralelo, experimentamos con mucha preocupación la extensión de actividades criminales en nuestro propio país que, en parte, tienen vínculos con carteles colombianos. Lo que ocurra allí no nos es indiferente.
En el caso de Miguel Uribe, nos impactó la desaparición de una promesa política de gran nivel, prematuramente cegada; el temor al recrudecimiento de la violencia que asoló ese país a fines de los 80 y comienzos de los 90; la historia personal de Uribe, hijo de Diana Turbay, asesinada ella misma en aquel funesto periodo. También nos aferramos a la esperanza para que sobreviviera. Ya fallecido, nos preocupa la profundización de las fracturas entre las fuerzas políticas colombianas.
Uribe tenía 39 años y representaba a una derecha modernizadora que cree firmemente en las instituciones de la democracia representativa. Una derecha que postula la necesidad de una política firme, pero dentro de los límites de la carta fundamental, para hacer frente a las poderosas fuerzas que tienden a disgregar al país. Uribe decía que “para enfrentar el crimen no se requiere un nuevo acuerdo cuando existe una Constitución producto de un gran pacto nacional”.
Es de esperar que la frustración que legítimamente sienten por su desaparición no les lleve a desviarse del camino, y que el actual gobierno, plagado de pulsiones autoritarias, métodos populistas y una lectura marxista de la realidad, coopere para fortalecer el diálogo cívico y no destruya con sus actos y retórica lo que va quedando de confianza institucional.
El asesinato de Uribe fue similar, en su magnitud al de Luis Carlos Galán en 1989, una época en la que políticos desaprensivos actuaban a través de la estructura criminal para deshacerse de sus competidores. Aterra pensar que Colombia pueda revivir una etapa similar. De acuerdo a un conteo de la ONG Indepaz, con Uribe suman 97 las personas con algún liderazgo político o social que han sido asesinadas este año en ese país.
La violencia desangró a Colombia desde 1958 en adelante. Según el Registro Único de Víctimas, nueve millones de colombianos fueron desplazados, secuestrados, amenazados o torturados. La guerra dejó 263 mil muertos, más que toda la población de Puerto Montt. El asesinato de Miguel Uribe despierta el temor a que se repita esa funesta etapa de la historia, que pesa como un fardo sobre 53 millones de colombianos. Todos tienen o conocen a alguien entre las víctimas. Es de esperar que el espanto al pasado los llame al diálogo cívico. Para ello resulta indispensable conocer la verdad. El diálogo descansa sobre la verdad independientemente aclarada.
El dolor y conmoción no se explica sólo por el horror, sino también por su historia personal y, particularmente, por el asesinato de su madre, la periodista Diana Turbay, cuando él tenía cinco años. Él mismo deja un hijo de cuatro.
Toda Colombia se mantuvo en ascuas en 1991 por el secuestro y posterior homicidio de la hija del ex Presidente Julio César Turbay Ayala. El Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, escribió poco después el libro “Noticia de un secuestro” (la obra “más difícil y triste de mi vida”). Describió con pavorosa realidad el padecimiento de Diana y explicó cómo miles se enrolaron en las mafias porque “se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien”. ¿Cuántas actitudes de este tipo tenemos hoy en Chile?
Al igual que en el caso de su madre, la larga agonía de Miguel mantuvo en vilo a Colombia entera. Era una lucha dramática entre la supervivencia y la esperanza, por un lado; y la amenaza de la muerte y la destrucción, por el otro. El desenlace fue trágico y conmovedor.
Se abre ahora el peligro de profundizar las divisiones políticas, azuzadas por la controvertida sentencia judicial contra el ex Presidente Álvaro Uribe. El ex mandatario envió un mensaje en el que responsabilizó de su asesinato a “una prédica resentida que torció la historia” y acusó a Gustavo Petro por generar la atmósfera que instigó a la venganza. Agregó el ex mandatario: “Por primera vez se dio un discurso presidencial que incitaba a la violencia”.
Exprimida ya la frustración, es de esperar que personas como Gabriel Boric puedan ejercer su influencia sobre el presidente colombiano para que sea el primero en reconocer que, por el bien de su país y de la región, llegó el momento del diálogo, de eliminar la retórica inflamada e instruir una investigación creíble sobre las causas del crimen.
Chile goza de credibilidad en Bogotá. Hoy día, el Presidente Boric, por razones ideológicas, ha desarrollado un vínculo de cercanía con el Presidente Petro que debiera servir para evitar el agravamiento de la situación política en Colombia, que tendría funestas consecuencias sobre nosotros.